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Antonio María Calera-Grobet

30/10/2014 - 12:00 am

El grado cero del comer, reunirse en torno al fuego

Queridos amigos. Con esta nota comienzo mis colaboraciones en SinEmbargo. Acá seguiré removiendo el rico y espeso caldo de la escritura gastronómica. Como saben, creo que el comer es quizá uno de los últimos placeres que nos deja el vértigo con que vivimos en el planeta tierra. Comer hace que nos sintamos vivos y tal cosa […]

Queridos amigos. Con esta nota comienzo mis colaboraciones en SinEmbargo. Acá seguiré removiendo el rico y espeso caldo de la escritura gastronómica. Como saben, creo que el comer es quizá uno de los últimos placeres que nos deja el vértigo con que vivimos en el planeta tierra. Comer hace que nos sintamos vivos y tal cosa (el ir por el mundo con esa sensación tan mundana a la vez que rotundamente poética, francamente diletante y maravillosa), es lo único que debería importarnos. Amar, comer y beber y, por supuesto, levantar entre tales acciones, rodeados de pares y familiares, el relato del ser. Eso y luego pasear. ¿Hay muchas cosas mejores? Pues bien, no se hable más. Vaya pues esta primera para ustedes, “trabajada” con todo y para llevar hasta donde se encuentren sentados a punto de salivar, que es por cierto nuestro estado natural porque, ¿cuándo se han requerido ganas para comer? ¿Qué no   ̶como dijera el viejo dicho  ̶, “Comer y rascar todo es empezar”? Ya lo creo y por eso: ¡Buen provecho! ACG.

 A Luis Ongay

Preguntémonos por el inicio para establecer, de alguna manera, una especie de declaración de principios ante el mundo del comer. Me refiero a escudriñar el cuándo es que abrimos el grado cero de ese ritual (comer para sentir el mero placer de ser y estar, de vivir), cuándo puede decirse lo reproducimos, lo actualizamos con veracidad. ¿Cuándo, por circunstancias ciertamente específicas, obturamos ese ejercicio cultural tan caro que nos religa como seres humanos? ¿Al esparcir de sal una tortilla? ¿Convidar al otro un pan que nosotros mismos rasgamos con nuestras manos? ¿Cuándo nace ese poema, el acto religador a la vez que libertario, mágico? ¿Puede uno en este acto, por ejemplo, ritualizar estando sólo o debe uno forzosamente estar acompañado?

Habrá que ver, ponernos de acuerdo. Aunque hay algo que seguro tenemos claro y casi todos en verdad sentimos y no tanto sabemos: que comer un plato de sopa caliente en casa equivale al remotísimo reunirse en torno al fuego, protegernos de demonios, cualquier cantidad de pensamientos malévolos. Y esa certeza, esa unción que nos protege, ese blindaje que proviene de la cultura misma, no lo logra nada. Casi nada en el mundo con el poder de ese potaje. Ni siquiera nuestra filia por ciertos juegos, deportes, disciplinas porque, si bien algunas de ellas atienden al cuerpo y modelan la manera que tenemos de entenderlo, una panza, una lengua, un pozole cumpleañero hecho en casa, un plato de lentejas, hacen nuestro día, mueven las energías de la memoria que es la vida misma.

Por ello insisto: ¿desde dónde parte, dónde inicia o se abre ese espacio íntimo y divino de la comida? Pudiera uno pensar que el instante mismo de sentarnos a la mesa pero muchas veces ello no ha sido necesario para irradiar poesía desde la ingesta: la hemos levantado sobre un mantel en un lluvioso día de campo, sobre míseros utensilios y más deplorables estados de ánimo, sobre una cajuela oxidada y sucia en la hora de comida con que nos regala el trabajo. Además, ¿por cuántas mesas nuestro trasero se ha posado y no hemos recibido de ellas más que depresión y desgano, a veces ni siquiera el engullimiento completo del alimento, siempre un proceso triste y malogrado? Centenares de veces en las que ha habido más amarguras que mieles.

Tampoco podemos suponer que el fuego de sentido, el peso cultural de la comida tenga que ver, así, taxativamente, con la calidad de los alimentos, el artificio restaurantero, la exquisitez de alguna producción o las potencias del uno u otro cocinero. De ninguna manera. No. El goce estético de un platillo provendrá siempre un tanto menos de los dineros o los ego que de una sincera sobredosis de eros. ¿Y bien? ¿Entonces de dónde la epifanía, cómo el fulgor, el humor extático, el cómo de tan majestuosa sensación en nuestras vidas?

Pues en el sueño. En la poética de la ensoñación, la proclividad de la población a las obras de arte y su inmanencia, nuestra adicción a la belleza y su construcción. Por ello debemos pensar más en la ejecución de un dispositivo que delimita y detona la magia no a partir de un sistema espacio temporal (provisto de una u otra virtud, ejecutado de manera tal o cual), sino una disposición estrictamente mental, de orden imaginativo y más, verdaderamente espiritual, en el que la belleza alrededor nuestro sea, por deseable, posible, es decir, que como sea y donde sea, (mejor a un costado del ser amado pero también solitariamente que no solitario), la poesía del comer florezca.

Y en ello quizá radique su magia, en su capacidad de nacer, crecer, desbocarse entre nuestras manos y nuestros paladares, nuestros horizontes culturales. Ahí es pues donde debemos imaginar al goloso y sus tejemanejes, lo mismo sea adicto a los charales fritos que a los merengues. Imaginemos pues, literalmente, entre alpinistas, ese termo de café de altura, casi congelados; los huaraches con costilla refinados dentro de un taller mecánico; a las secretarias que, sobre el papel de estraza en los muebles de la oficina, apuran clandestinamente sus gorditas de chicharrón prensado. En fin a la banda que remata el taco con el tabaco y es casi siempre la que no se opone a la fritanga, la que disfruta como tobogán cualquier cuerno de la abundancia.

Ahí. Ahí es que se levanta la plegaria, la oración secular por andar en plena magia: nuestro mandala mandibular. En ese caldo de pescado con otros crudos en el mercado, en el tamalito y su champurrado en la esquina ahí parados (secos o mojados pero bien entrados), en los esquites hirviendo para comer llevando. Ahí quizá, entre vapores y sabores, humores y fulgores de todos los actores, cociéndose a fuego lento, nuestros más duros tesoros, nuestros más profundos sentimientos. Y ahí quizá, también, los verdaderos sentimientos de la nación: los que nos atan, nos arrebatan, nos atragantan a través de la más pura delectación.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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